El sillón estaba ahí, silencioso y al paso, mostrando el
desuso de los años lentos. En una geografía de humo de cigarros fieros y
pantallas ambarinas creía yo, y lo creo todavía, que la única justificación para
que se mantuviera en ese lugar era, justamente, para que su presencia única habilitara
el momento mágico que por aquellos días marcaba la divisoria del último texto
que se entregaba ya visto y vuelto a ver y la salida del diario.