El sillón estaba ahí, silencioso y al paso, mostrando el
desuso de los años lentos. En una geografía de humo de cigarros fieros y
pantallas ambarinas creía yo, y lo creo todavía, que la única justificación para
que se mantuviera en ese lugar era, justamente, para que su presencia única habilitara
el momento mágico que por aquellos días marcaba la divisoria del último texto
que se entregaba ya visto y vuelto a ver y la salida del diario.
Dejaba atrás el ruido de la rotativa escupiendo diarios, que
empata su magia celestial con el despegue de un avión, y ahí estaba Cachín, en
el sillón del centro de la redacción, rumiando vaya a saberse que trascendidos
que ya nunca publicaría y añorando un pasado, doloroso, que guardó hasta su
muerte en su lugar más insondable.
Esos minutos hasta el chau hasta mañana, que ahora se me
antojan horas, fueron todo un disfrute en cada uno de los cierres de esa corta
convivencia en la magia de esa redacción baldía de internet pero plena de
ambiente a tabaco flotante.
Oscar Lindolfo Romero, Cachín, me contó una noche de ginebras
largas y puros interminables su pasado por los años oscuros. Lo hizo desde su
mirada melancólica a media lágrima mientras lo acercaba a su casa con Sabina de
fondo, que lo ponía reflexivo, pero aun así me pedía escuchar, mientras él también estaba “con
la frente marchita”. En algo esa canción pintaba su tragedia. Los años de plomo
le vaciaron, de una vez y para siempre, casi todos los sueños. Su pluma
talentosa, sin embargo, sobrevivió la desdicha. Pese a todo ese desastre
descomunal como pasado, el Cachín periodista no solamente mejoró con los años.
Se hizo brillante. Sus crónicas políticas, plenas de ironías, doble sentido y
un fundamento medular, son todavía ejemplo de cómo debe afrontarse este oficio.
La última de ellas la escribió ya desde el umbral del adiós.
Esos minutos finales de redacción, con él volviendo de casi
todo, eran el gozo por la chicana brutal, las comparaciones generosas en grotescos
y una pintura “burlesque” que hacía él ahí, en esa intimidad, de lo que llamaba
“nuestra fauna política, siempre tan variopinta”.
Yo chequeaba mis páginas al borde de la rotativa y con gusto
iba a buscar a ese peronista que amaba a Borges para regocijarme con esos
momentos de fantasía pura. Y el sillón estaba ahí, silencioso y al paso, ya con
Cachín Romero esperando para jugar las últimas picardías con la noche bien entrada.
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