jueves, 7 de junio de 2012

Feliz día Cachín, en donde fuera que lo estés leyendo…



El sillón estaba ahí, silencioso y al paso, mostrando el desuso de los años lentos. En una geografía de humo de cigarros fieros y pantallas ambarinas creía yo, y lo creo todavía, que la única justificación para que se mantuviera en ese lugar era, justamente, para que su presencia única habilitara el momento mágico que por aquellos días marcaba la divisoria del último texto que se entregaba ya visto y vuelto a ver y la salida del diario.
Fueron unos pocos meses pero recuerdo la rutina con el antojo con que se añoran las cosas buenas, con memoria selectiva. Como el gusto a tonel de roble que tienen los buenos vinos que uno conserva en boca aun después que el tiempo derribó los sentidos.
Dejaba atrás el ruido de la rotativa escupiendo diarios, que empata su magia celestial con el despegue de un avión, y ahí estaba Cachín, en el sillón del centro de la redacción, rumiando vaya a saberse que trascendidos que ya nunca publicaría y añorando un pasado, doloroso, que guardó hasta su muerte en su lugar más insondable.
Esos minutos hasta el chau hasta mañana, que ahora se me antojan horas, fueron todo un disfrute en cada uno de los cierres de esa corta convivencia en la magia de esa redacción baldía de internet pero plena de ambiente a tabaco flotante.
Oscar Lindolfo Romero, Cachín, me contó una noche de ginebras largas y puros interminables su pasado por los años oscuros. Lo hizo desde su mirada melancólica a media lágrima mientras lo acercaba a su casa con Sabina de fondo, que lo ponía reflexivo, pero aun así  me pedía escuchar, mientras él también estaba “con la frente marchita”. En algo esa canción pintaba su tragedia. Los años de plomo le vaciaron, de una vez y para siempre, casi todos los sueños. Su pluma talentosa, sin embargo, sobrevivió la desdicha. Pese a todo ese desastre descomunal como pasado, el Cachín periodista no solamente mejoró con los años. Se hizo brillante. Sus crónicas políticas, plenas de ironías, doble sentido y un fundamento medular, son todavía ejemplo de cómo debe afrontarse este oficio. La última de ellas la escribió ya desde el umbral del adiós.
Esos minutos finales de redacción, con él volviendo de casi todo, eran el gozo por la chicana brutal, las comparaciones generosas en grotescos y una pintura “burlesque” que hacía él ahí, en esa intimidad, de lo que llamaba “nuestra fauna política, siempre tan variopinta”.
Yo chequeaba mis páginas al borde de la rotativa y con gusto iba a buscar a ese peronista que amaba a Borges para regocijarme con esos momentos de fantasía pura. Y el sillón estaba ahí, silencioso y al paso, ya con Cachín Romero esperando para jugar las últimas picardías con la noche bien entrada.

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