sábado, 19 de noviembre de 2011

Picados de sobre mesa


La cancha que llamábamos Bronco Pulmonar ya no existe. La reemplaza una escuela de esas de chapa, modernas, que se construyen ahora. Y los chicos que en los recreos corren por sus pasillos no saben, ni imaginan, que debajo de ese piso se convirtieron goles formidables.


Treinta años atrás el terreno estaba prácticamente baldío. Solo un edificio que ocupaba una esquina, semi abandonado, le daba el mote de cuadra. El resto era un descampado rodeado de cuatro calles de ripio que mutaba a cancha cada mediodía.
Todo era impropio allí: desde la cantidad de jugadores (11 contra 11, por sus dimensiones acotadas, era una multitud imposible) hasta las medidas de las porterías, que nunca excedían el metro y medio de ancho y que, además, no gozaban de un cuidapalos exclusivos: la regla autorizaba el arquero-volante, una invención barrial que permitía al golero salir jugando y hasta lanzarse al ataque, algo que después Gatti, y más tarde Chilavert, popularizaron en el fútbol grande.
Era la canchita del Bronco, nombre jamás explicado.
En ese potrero se lo vio jugar por primera vez al Tata Millanao, un diez pleno de caños sutiles y sombreros rotundos. Era el Riquelme de la época porque lo hacía todo lento para darle velocidad a los ataques de su equipo. Había aprendido las artes del fútbol con pelotas de media, así que cuando se encontraba con una de cuero, en el Bronco, literalmente la descosía. El Tata no tenía condiciones de líder, era más bien callado, pero siempre elegía equipo porque, claro, era de los mejores.
El otro gran hacedor de gambetas que tenía la barriada era el Chueco De Lucía, nombre y apellido de ficción, en realidad. Siempre se supo por qué le decían Chueco pero nunca De Lucía.
La mejor carta de presentación que se puede utilizar con De Lucía es rendirle culto a su pegada magistral. De un arco a otro te la ponía en el pecho, o en los pies, según la pidieras. Además, era el mejor defendiendo la pelota, para lo que conocía todas las mañas.
De Lucía y el Tata siempre jugaban en contra, para poner equilibrio. Eran capitanes naturales y por eso protagonizaban el pan y queso que determinaba los equipos en esas previas plenas de expectativas en las que cada uno se iba enterando parte a parte de la condición de sus rivales.
Durante años fueron ellos el alma de match furiosos que se disputaban en el Bronco hasta cerca de las cuatro de la tarde, cuando algunos de los players ya rumbeaban para el trabajo.
Una vez el Tata hizo un gol maradoniano. La fue a pedir como cuatro en una salida de contra, de ese lado de la cancha que tenía una inclinación hacia la calle, y desde ahí armo una apilada sinuosa que terminó en gol de taco. Hasta De Lucia se comió un caño en el camino y otros dos quedaron tirados con sus amagues verticales. Un sombrero precedió la conversión definitiva. No hubo grito ni carrera de gol, no los había en aquellos partidos, pero en una cancha llena hubiese ganado una ovación infinita.
Aun hoy, algunos de los que estuvieron esa tarde recuerdan la jugada, al igual que aquella vez que Cacho Valderrama le tiró mil patadas de De Lucía y no pudo sacarle la pelota.
Cacho, que en canchas grandes solía ser arquero, era áspero como pocos y además le gustaban las piñas al punto de resultar temerario: hubo ocasiones en que, cegado por la bronca, lo encaró al propio Camilo (un morocho de dos metros que metía miedo) con fines de tunda.
En ese potrero también descollaba Rengura, aquel wing casi mitológico cuya pierna tiesa no le impedía destacarse en los ataques vertiginosos.
Valdo (abreviatura barrial de Osvaldo) era el Ardiles del 78. Habilidoso y flaco, tenía la misma capacidad para meterte un caño que para tirarse al primer pechazo que recibiera. Había tardes que se la pasaba en el piso.
En la vereda opuesta se recuerda al indio Napal, que siempre pareció el más viejo de todos, aunque su cara y su cuerpo no tenían edad. Napal, hoy, sería un carrilero consumado, pero en aquel potrero corría por todos lados como tábano sin cabeza, y como no era un negado con la pelota terminaba siendo protagonista siempre.
De vez en cuando se sumaba el flaco Romero, gran arquero que hacía lo que podía en esa cancha sin goleros. Siempre andaba con Rapi, zaguero feroz, alto, de ir bien de arriba.
Un día apareció por el potrero Tatum y cambió las cosas. Se había mudado al barrio hacía poco y nadie lo conocía. La cancha le quedaba de paso a la fábrica por lo que se plantó detrás de un arco con su ropa de grafa a mirar el partido. “El gol elije” dijo alguien y el equipo del Tata, que metió el primero, se quedó con sus servicios. Nadie se preocupó porque tenía pinta de cualquier cosa menos de futbolista. Flaco y esmirriado, de piernas largas, parecía un tero.
Fue un baile bochornoso. Tatum resultó ser un fenómeno que dejó a todos con la boca abierta. Tenía la gambeta mas larga que se haya visto, pero siempre llegaba. Y andaba con tres pulmones, le sobraba aire por todos lados y jugaba en cualquier puesto.
No lo seducían ni los caños ni los sombreros, pero gambeteaba para delante (como el chino Tapia de Boca) y te mataba, porque una vez que pasaba era imposible seguirle el tranco.
Tatum rompió el equilibrio. Cualquiera que lo tuviera en su equipo inclinaba la balanza para su lado.
Ya en el pan y queso la cosa se ponía tensa: si ganaba De Lucía y lo elegía, los del Tata se quejaban por la desventaja. Y si ganaba el Chueco la cosa era a la inversa.
Durante unos días los pleitos fueron de nervios, con dientes apretados. E incluso el propio Tatum bajaba adrede su rendimiento para que la diferencia se achicara, pero aun así era mucha.
La cosa se calmó cuando, decisión salomónica, se determinó que el equipo en desventaja técnica jugara con un hombre de más. La cancha del Bronco pasó a ser la única de la época que tenía como regla la diferencia en cantidad de jugadores por equipo.
Por años jugamos bajo esa sospechosa reglamentación que, sin embargo, nunca nos privó de la felicidad plena de intentar un caño.
Ninguno llegó a descollar en primera. La mayoría no tenía apego por los entrenamientos ni disciplina para el horario. O no gozaban de esa posibilidad porque, como Tatum, la necesidad de trabajo primaba.
No existían los buscadores de talento y llegar a los clubes “de enserio” aparecía como muy lejano.
Aquel era un fútbol de personajes oblicuos, quizás, pero jugadores rectos.
La canchita del Bronco desapareció. Se la comió un anexo de la escuela 48, allá en el barrio Don Bosco en el norte de un Trelew que sufrió el paso del tiempo. Y ya no hubo potreros, casi. Será por eso, quizás, que ya nadie va más temprano para el trabajo porque no hay “picaditos” para jugar de pasada, como hacía Tatum. Será por eso, también, que los dueños de pegadas oblicuas como el Chueco De Lucía aparecen cada vez menos. Acaso por la falta de potreros los Tata Millanao estén en extinción. Vaya a saberse…

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