martes, 29 de noviembre de 2011

El último bar


La historia la refirió años después Meirion Jones, a quien en realidad llegó por boca de Casimiro Gallego, que a su vez la conoció por medio de Dionisio Medina quien, en tono de confesión, se la reveló una noche de alcohol pendenciero.
Dionisio advirtió la posibilidad de que el paso de los años haya degenera los relatos y que, por esa razón, los hechos ya no guarden demasiada simpatía con la realidad. Es probable que la versión oral, que ha trasladado la historia en el tiempo, haya desvirtuado algunos datos. Sin embargo, aún a riesgo de incurrir en inexactitudes, es conveniente ensayar un relato por si acaso alguna vez la puerta inefable volviera a encontrarse fatalmente abierta.
Sobre la calle Belgrano de Trelew, quizás por donde hoy se ubica el cine Coliseo, dicen que funcionó antiguamente un club diabólico, al que sólo podían acceder delanteros de escasa habilidad y marcadores de punta temerarios, en especial aquellos a los que se les tenía vedada la permanencia en La Aguada de Don Pepe: el ámbito que, por excelencia, era frecuentado por los futboleros probados.
Su ubicación era ciertamente desconocida para el común de los mortales, y sólo quienes poseían aquellos requisitos despiadados podían ingresar aunque, debe señalarse, Meirion Jones aseguró que por regla de la casa la mayoría no volvía a salir nunca.
Sin embargo Ruperto Reyes, sanguinario zaguero con un extraordinario palmarés construido a fuerza de rivales mancillados por sus patadas insalubres, juró haber sido uno de los que rompió esta regla dantesca.
Ruperto, conocido en las canchas como “el carniza” o, peor aún, bajo el nada envidiable apodo de “cirujano del área”, ingresó por única vez un enero de la década del 60, tratando de huir del desgarrante sopor de las dos de la tarde.
Al parecer, aquel recinto percibía a los jugadores mostrencos y le revelaba sus puertas, invitándolos a ingresar tras lo cual, subrepticiamente, éstas volvían a desaparecer y nadie se enteraba de su existencia.
Según Ruperto Reyes, el lugar estaba poblado de feroces zagueros y delanteros obtusos, la mayoría de los cuales bebía sus frustraciones en una barra eterna de tonos fúnebres, aniquilados por un pasado de jugadores golpeadores del área, coleccionistas de insultos.
Ninguno mostraba prisa alguna: ni para beber, porque lo hacían con la displicencia de quien se supone dueño del tiempo; ni mucho menos para abandonar el lugar, acaso sabedores que les estaba vedado hacerlo.
La vida los había colgado de un barranco y los había empujado hasta ese club infernal, que sólo ellos conocían, y aceptaban ese destino satánico con resignación y sin resistencia….Se sabían castigados por su impericia futbolística.
Ruperto Reyes concluyó, al cabo de varias charlas, que el problema real de todos ellos no residía en sus casi nulas habilidades para jugar a la pelota, o sus criminales infracciones a los rivales, sino más bien en la poca perseverancia que habían mostrado a la hora de afrontar sus condiciones y tratar de mejorarlas.
Todos, sin excepción, atribuían dones celestiales a los buenos jugadores y se resignaban a la estadía eterna en la vereda opuesta a los elegidos, lo cual los excusaba por no haber hecho nada para morigerar su penoso paso por los potreros del valle.
Así las cosas, imposibilitados de luchar contra cuestiones que asimilaban como sobrenaturales, les había ganado la comodidad y el desgano y hasta parecían cómodos en aquel reinado de la parsimonia.
En sus tiempos habían soñado con dones celestiales, goles olímpicos y apiladas helénicas, pero ninguno había logrado jamás alcanzar la gloria de la ovación propia. E en general se sabían más merecedores del insulto ajeno y la desaprobación popular que del elogio.
Ruperto Reyes atribuye a su nobleza la chance fortuita que lo sacó de aquel bar del infierno. Reconoció que si bien su falta absoluta de destreza le abrió aquellas puertas del olvido, es probable que la hidalguía con que encaró la tarea dentro de las canchas, aun a fuerza de lapidar rivales, le haya servido como llave para salir y no volver jamás.
xxx
La historia no debe ser real, o pulularían los clubes para resignados y cosechadores de excusas los que, naturalmente, tendrían una buena cantidad de socios.

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