La historia la refirió años después Meirion
Jones, a quien en realidad llegó por boca de Casimiro Gallego, que a su vez la
conoció por medio de Dionisio Medina quien, en tono de confesión, se la reveló
una noche de alcohol pendenciero.
Dionisio advirtió la posibilidad de que el
paso de los años haya degenera los relatos y que, por esa razón, los hechos ya
no guarden demasiada simpatía con la realidad. Es probable que la versión oral,
que ha trasladado la historia en el tiempo, haya desvirtuado algunos datos. Sin
embargo, aún a riesgo de incurrir en inexactitudes, es conveniente ensayar un
relato por si acaso alguna vez la puerta inefable volviera a encontrarse fatalmente
abierta.
Su ubicación era ciertamente desconocida para
el común de los mortales, y sólo quienes poseían aquellos requisitos
despiadados podían ingresar aunque, debe señalarse, Meirion Jones aseguró que
por regla de la casa la mayoría no volvía a salir nunca.
Sin embargo Ruperto Reyes, sanguinario zaguero
con un extraordinario palmarés construido a fuerza de rivales mancillados por
sus patadas insalubres, juró haber sido uno de los que rompió esta regla
dantesca.
Ruperto, conocido en las canchas como “el
carniza” o, peor aún, bajo el nada envidiable apodo de “cirujano del área”,
ingresó por única vez un enero de la década del 60, tratando de huir del
desgarrante sopor de las dos de la tarde.
Al parecer, aquel recinto percibía a los
jugadores mostrencos y le revelaba sus puertas, invitándolos a ingresar tras lo
cual, subrepticiamente, éstas volvían a desaparecer y nadie se enteraba de su
existencia.
Según Ruperto Reyes, el lugar estaba poblado
de feroces zagueros y delanteros obtusos, la mayoría de los cuales bebía sus
frustraciones en una barra eterna de tonos fúnebres, aniquilados por un pasado
de jugadores golpeadores del área, coleccionistas de insultos.
Ninguno mostraba prisa alguna: ni para beber,
porque lo hacían con la displicencia de quien se supone dueño del tiempo; ni
mucho menos para abandonar el lugar, acaso sabedores que les estaba vedado hacerlo.
La vida los había colgado de un barranco y los
había empujado hasta ese club infernal, que sólo ellos conocían, y aceptaban
ese destino satánico con resignación y sin resistencia….Se sabían castigados
por su impericia futbolística.
Ruperto Reyes concluyó, al cabo de varias charlas,
que el problema real de todos ellos no residía en sus casi nulas habilidades para
jugar a la pelota, o sus criminales infracciones a los rivales, sino más bien
en la poca perseverancia que habían mostrado a la hora de afrontar sus
condiciones y tratar de mejorarlas.
Todos, sin excepción, atribuían dones celestiales
a los buenos jugadores y se resignaban a la estadía eterna en la vereda opuesta
a los elegidos, lo cual los excusaba por no haber hecho nada para morigerar su penoso
paso por los potreros del valle.
Así las cosas, imposibilitados de luchar
contra cuestiones que asimilaban como sobrenaturales, les había ganado la comodidad
y el desgano y hasta parecían cómodos en aquel reinado de la parsimonia.
En sus tiempos habían soñado con dones
celestiales, goles olímpicos y apiladas helénicas, pero ninguno había logrado
jamás alcanzar la gloria de la ovación propia. E en general se sabían más
merecedores del insulto ajeno y la desaprobación popular que del elogio.
Ruperto Reyes atribuye a su nobleza la chance
fortuita que lo sacó de aquel bar del infierno. Reconoció que si bien su falta
absoluta de destreza le abrió aquellas puertas del olvido, es probable que la
hidalguía con que encaró la tarea dentro de las canchas, aun a fuerza de
lapidar rivales, le haya servido como llave para salir y no volver jamás.
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La historia no debe ser real, o pulularían los
clubes para resignados y cosechadores de excusas los que, naturalmente, tendrían
una buena cantidad de socios.
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