lunes, 30 de noviembre de 2009

Los partidos del Cura Videla

El Trelew de aquella época se parecía poco al de hoy. En comparación, tenía unas cuantas calles asfaltadas, más bien las del casco céntrico, una zanja que lo cruzaba de oeste a este, un monolito en 25 de Mayo y Fontana y un parque industrial latente.



El horizonte era otro: al sur la ciudad terminaba en la radio, esa radio del Negro Gómez; al oeste en la Lusitana, sempiterna estación de servicios, al este en el canal, que se convertía en improvisada pileta de natación durante los veranos que se recuerdan siempre tórridos, y al norte en las canteras que hoy son el barrio Luz y Fuerza. El centro arrancaba en el colegio nacional y terminaba en el banco Londres, hoy Nación: se hacía corta la vuelta del perro. No había mucho más.
Con el tiempo la ciudad comenzó a expandirse en forma de canchas de fútbol. Aparecieron las de Correos en el suroeste, Barrio Norte en las cercanías de lo que hoy es Presidente Perón, Planta de Gas en el este y más acá en el tiempo los veteranos, saliendo para Rawson. Esos arcos plantados en la tierra negra fueron, de alguna forma, la primera forma de crecer que encontró Trelew.
Pero por aquellos años, en el interior del colegio María Auxiliadora, se escondía una cancha única, ya olvidada.
Allí se vivían partidos frenéticos, lleno de lenguaraces y ladinos, que comandaba el Cura Videla bajo un arbitraje excéntrico. Era un religioso singular dueño de un estilo inigualable que le enseñó, a unos cuantos, las primeras reglas del fútbol y, lo que acaso fue más importante, también de la vida.
Videla era áspero de principio a fin, hasta en su voz pedregosa. Alto y flaco, usaba una sotana negra que rozaba el piso, lentes de grueso calibre y portaba una calvicie incipiente. Escondía su bonhomía detrás de las facciones hoscas y los retos crudos.
Con su táctica, lograba reunir todo tipo de personajes en función del picado que tarde a tarde organizaba y para los cuales, como regla irrompible, había que tomar parte del sermón previo: una lectura de la Biblia que puntero mediante hacía escuchar a todos.
Tenía destinada, en esos días, una de las habitaciones de la construcción.
Allí se reunían malandras y escapados del colegio por igual; animando duelos feroces en un billar maltrecho, un par de metegoles desgastados y un sapo desaparecido cuyas fichas Videla, riguroso, cuidaba como un botín.
La liturgia se repetía inevitablemente.
Cuando Peneco, un malicioso que se había ganado su confianza, hacía el llamado general con un pito estridente, todos debían meterse en la habitación porque Videla la cerraba con llave para dar el sermón. Sus palabras no seducían demasiado, porque eran más bien reproches por los comportamientos insanos, pero aquel que no participaba quedaba vedado de tomar parte en el picado, así que la convocatoria era siempre exitosa.
Terminada la alocución, el cura repartía camisetas, tomaba el megáfono con el que dirigía desde la mitad de la cancha, como un Castrilli aggiornado, su par de tarjetas y se armaba el pleito.
No se movía mucho del imaginario círculo central, pero su figura cumbre le alcanzaba para no perder detalle.
Desde ahí cobraba las faltas y retaba a los infractores con su megáfono, lo que arrancaba sonrisas mal disimuladas; y solo se dirigía hasta el lugar de los fallos para reprochar a los desobedientes, a los que solía castigar no sólo con las tarjetas sino con un rincón del patio al que los condenaba para la lavar la culpa de algún patadón fulero.
No se sabe bien cuándo se terminaron esos encuentro épicos, plenos de caños sutiles y fintas estrechas, pero sí se recuerda al Cura Videla impartiendo su estilo en algunos barrios, como el Don Bosco, cuya iglesia lo tuvo como habitante.
Ya no hay más Curas Videla, gentes de sotanas largas y pesadas caminando para todos lados; capaces de dar el sermones a viva voz, sin equipos de audio, y también de dirigir picados cualunques megáfono en mano.

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