miércoles, 20 de marzo de 2013

Don Atilio

Das Neves junto a Viglione, ya en sus últimos años.

El gobierno militar se cayó a pedazos tras Malvinas y la democracia se nos vino encima. Hubo que prepararla y así, lo más granado de lo que había quedado en pie tras los años de plomo puso manos a la obra.
Corrían los primeros días de 1983. Don Atilio estacionó su camioneta en la anarquía de la vereda imaginaria, como lo eran por aquellos años en las calles de tierra –casi todas, por cierto- y se bajó a los apurones. Pantalón de vestir gris claro, rigurosos zapatos y camisa abierta, arremangada más allá de los codos. En una mano las llaves y en la otra varias cartulinas.
- Maní, vos ¿cómo te llamás?
Meirion le dio nombre y demás datos. Y también Elba, la mujer de la casa. Llenaron las fichas de afiliación al radicalismo y Don Atilio se fue, con su manojo de fichas y sus pasos de apuro.
Con sexto grado, una familia desperdigada y una niñez llena de faltas y ausencias, Meirion tuvo el trabajo que le marcó la vida y lo ayudó a sostenerla para siempre gracias a Don Atilio, que se lo consiguió. Creo que no se afilió al radicalismo, se afilió a ese hombre que fue el padre que nunca conoció.
Muchos años después me encontré, no sé muy bien cómo, charlando a solas con la cocinera de la escuela de Gastre. Sobre mis cosas y las suyas, esa vida del sacrificio rural y de las distancias insondables en la Patagonia profunda. Sobre la radio, el periodismo y las chances de conocer esa provincia del olvido, sin tiempo, que existe allá en la meseta chubutense.
“Mire, nunca estuvimos como con Don Atilio” me confesó con una sonrisa mixtura de nostalgia y agradecimiento. Lo decía desde el corazón profundo y con intenciones sólo primitivas. “Usted venía en esos años y encontraba las alacenas de esta cocina llenas, siempre… Nos ayudó una barbaridad”.
Antes de ser lo que después fue, Don Atilio hizo grande al club Huracán de Trelew. Otros tiempos, los jugadores eran además parte de las comisiones de trabajo y también sentían esas paredes como su segunda casa. Los domingos por la noche, por ejemplo, la reunión era obligada.
Meirion me contó Don Atilio solía interrumpir la faena de las cartas con pedidos insólitos.
- ¿Quién me acompaña? Tengo que ir a ver un paciente a 28 de Julio.
Y allí salían, no importaba si el invierno arreciaba y la lluvia convertía el viaje al confín del valle en una temeridad. Se las arreglaba siempre para llegar, atender y dejar los remedios que hicieran falta, sin cobrarlos jamás.
Blanca Ceballos recordó hace algunos años que Don Atilio atendía a su papá, cuando ya estaba en la última curva de su vida y apenas si se movía de casa. Aun cuando vivían en una de esas zonas que quedan lejos de todo y siempre están a trasmano, este médico campechano, de vozarrón avasallante y estatura cumbre, se aparecía cada semana para ver a su paciente. No había forma de llegar sino atravesando un largo tramo de campo abierto a pie. No fue nunca imposición para Viglione. Dejaba el auto allá en la picada, que años después fue calle, más tarde ruta y ahora avenida, y flanqueaba la distancia a tranco firme para lo que, en invierno, embarraba su humanidad hasta las rodillas y las llenaba de barro. Allí hacía lo suyo y de contrabando, para no enfermar aún más al enfermo en su dignidad, le dejaba a doña Ceballos unos mangos para comprar remedios si es que hacía falta.
En 1983 lo eligieron gobernador. Fue el primero en el retorno a la democracia. Mucho después Das Neves, ya en el Gobierno, reconoció su esfuerzo por el interior provincial dándole el nombre de una localidad de nuestra cordillera. Sus cargos fueron variados, su actividad inmensa. Resulta una misión titánica resumir su vida, sus logros, sus vivencia. El escritor Eduardo Hualpa Acevedo lo hizo con Memoria. Sólo el primero de dos tomos tiene casi 500 páginas en un formato que excede largamente al ordinario.
Se cumplen hoy tres años de su partida. Y me dio por recordarlo con estas líneas. Bastante simples, pero muy sentidas.

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