viernes, 4 de diciembre de 2009

El penal del fin del mundo

Por aquella época la Patagonia era tan agreste como ahora pero sus dificultades más profundas, su vastedad menos explorada y, en general, su clima más cruel que ahora.



Eladio Pérez si siquiera terminó de dirigir aquel partido crucial porque tuvo que huir hacia la tierra grande, allá donde los gauchos se morían de frío en verano y, en invierno, las estalactitas crecían hasta en los fogones.
Se convirtió en soplapitos casi por casualidad, cuando fue destinado al destacamento que la policía del territorio nacional tenía en la zona de Bajada del Diablo.
Sin mucho que hacer más que amontonar borrachos en su propia pieza, que usaba de calabozo, comenzó a concurrir a los campeonatos de fútbol que peones y araucanos hicieron famosos en la zona que hoy se conoce como Chacay Oeste.
Allí, con las bardas como tribunas naturales, desafiando el invierno infinito, cada domingo multitudes se reunían para ver partidos ásperos bajo la nevisca persistente que empezaba a fines de febrero y duraba hasta entrado diciembre.
Fue por esos años que el gobierno mandó a jugar un campeonato acaparador para determinar al gran campeón del territorio, resolviendo la falta de árbitros en esa zona con la designación de Eladio Pérez, quien rápido se había ganado la confianza de los
players del lugar dirigiéndolos a punta de un trabuco naranjero que guardaba como reliquia.
Tenía, Eladio, conocimientos limitados del reglamento pero con el arma amenazadora y un tono pedregoso en sus gritos se las arreglaba para finalizar cada match con pocos expulsados y sin mayores hechos violentos.
Con rienda corta fue llevando los partidos hasta que se encontró dirigiendo una insólita final entre el poderoso Kilómetro Ocho de Comodoro Rivadavia y el ignoto Colelache, un cuadro armado con lo más probado de Paso del Sapo, Gastre y Lagunita
Salada.
Se jugó en un paraje ubicado al sur de Paso de Indios, en el medio de la estepa hostil, porque el gobernador consideró que allí estaba el punto equidistante entre las dos localías.
No quedan muchos documentos de aquel episodio de nuestro fútbol pero el ensayista Dionisio Medina asegura en sus memorias que, como sólo ocurre en algunas ocasiones, todo se terminó cuando el más pobre parecía estar al borde de vencer al más poderoso. Es que Eladio Pérez marcó un penal sospechoso a favor de Colelache cuando el partido se encaminaba a un empate cerrado, y entonces la furiosa hinchada de los petroleros invadió el campo de juego provocando una batahola de proporciones que los más ancianos recuerdan como la Batalla de la Meseta.
En plena gresca, asegura Medina, el árbitro arrepentido huyó con las planillas del match inconcluso, lo que privó al gobernador de consagrar al ganador que fue, como ningún otro, un verdadero campeón sin corona.
No volvió a saberse de Eladio hasta que protagonizó aquella definición en Tierra del Fuego…
Había cruzado planicies infinitas y soportando bruscos cambios climáticos en la Patagonia entera, huyendo de aquel último pitazo hasta que se instaló en la isla grande, mezclándose en las cuadrillas que por esa época trabajaban en el camino que une Río Grande con Ushuaia.
Aquel invierno fue de los más crudos que se recuerda y los trabajadores entraron en huelga porque los capataces los hacían trabajar de sol a sol, sin reparar en la ventisca furibunda que arreciaba, calando hasta los huesos.
Estuvieron todo junio varados a mitad de camino, enfrascados en una discusión sin fin. En julio Eladio Pérez, harto de esperar, le propuso a los líderes de ambos lados dirimir el asunto a punta de botín en un partido determinante.
A falta de otras propuestas, el 20 de ese mes, a las 11 de la mañana, cuadrilla y capataces iniciaron el match definitorio.
Eladio Pérez arrancó decidido a llevar el partido con rienda corta porque lo sabía poblado de ladinos. Desde el comienzo mismo tuvo que parar un ataque de la cuadrilla de capataces porque sus delanteros, a medida que enfrentaban rivales, los derribaban con puñetazos certeros. Tres minutos después el arquero de los obreros detuvo un disparo, que iba dirigido al ángulo, levantando una pala que tenía escondida detrás de un arco.
Cuando terminó el primer tiempo, con un cero inamovible, el capitán de los capangas pretendió hacer un cambio en su delantera pero Eladio Pérez, riguroso, le reprochó que en el reglamento que usaba en Bajada del Diablo estaban vedadas esas singularidades y que, para poder sacar a un jugador, debía estar lastimado. “Y ante la ausencia de un médico que constate, como no sea con fractura expuesta, yo no autorizo nada”, le recalcó.
El pleito llegó al minuto final sin goles. Ya a esta altura Eladio Pérez sudaba la gota gorda pensando en la irresoluta situación que los tenía varados en el medio de la estepa insondable.
Estiró el partido lo más que pudo pero cuando el segundo tiempo llegó a la hora y media de juego no tuvo más remedio que marcar el final.
Propuso rápido dirimir la cuestión con una moneda pero ambos capitanes rechazaron de plano esa posibilidad porque la consideraron demasiado emparentada con el azar.
“Jugaremos hasta que alguno meta un gol”, se empecinaron.
Durante toda la tarde se la pasaron disputando furiosamente el medio campo y jamás pisaron el área, hasta que el crepúsculo ganó terreno y se hizo difícil ver la pelota, lo que comenzó a provocar las protestas de ambas formaciones. Fue en ese momento que Eladio Pérez vio la luz: a los trabajadores se les fue la pelota afuera pero, como ya ni las líneas se veían, cuando el marca punta de los capataces la tomó para hacer el saque de banda pegó un pitazo furibundo y, ante la mirada impávida de todo el mundo gritó “mano” y cobró un tiro libre directo a favor los peones.
Se fueron todos al área a buscar el cabezazo y ni bien la pelota estuvo en el aire Eladio Pérez, al que ya no le importaba nada salvo tener un ganador para resolver el conflicto, metió otro silvatazo estridente sancionando un penal que, obvio, nadie más pudo ver.
Fue el primer triunfo de los obreros sobre la patronal en la historia de la Patagonia. Nunca se supo si fue o no fue gol, porque nadie vio si la pelota había entrado en el arco, sin red, antes de perderse en los montes. Solo se recuerda la carrera de Eladio Pérez hacia la mitad de la cancha convalidando el tanto.
Años después, durante una sobremesa lujuriosa en los lupanares de Rawson, reveló con cierta vergüenza cómo había inclinado la cancha a favor de los obreros.
“De última, fui de los pocos que hizo trampa para darle una mano a los de abajo”, dicen que se consoló antes de caer al piso, borracho como cuba.

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