domingo, 13 de diciembre de 2009

Un invicto sospechoso

Fue durante aquellos años, cuando aún existían en Trelew los viejos galpones de Corradi, la estación de trenes permanecía con su óxido impertérrito frente a la laguna sin nombre e incluso sobrevivía el monolito de 25 de Mayo y Fontana, que el team de Barrio Don Bosco tejió su famoso invicto como local.
Fue esa la época de los más chicos agolpándose frente a la locomotora en desuso del parque de Fontana y San Martín, sintiéndose maquinistas del tiempo, y de los potreros posibles.
Aun se cruzaba la zanja, hoy convertida en calle de infinitas curvas, para ir un poco más allá.



Sin llano visible cerca de William Davis y Castelli (después Moreno), la directiva del plantel creyó propicio por ese entonces instalarse en un descampado deplorable que lindaba con el IUT, que años después fue la Universidad Nacional de la Patagonia, y plantar allí su arco, su impronta y sus desafíos futboleros.
El conjunto en cuestión estaba conformado por una rara simbiosis de habilidosos y ordinarios. Desde la “Yegua” Calderón, un delantero potente y áspero, hasta el ya legendario Rengura, sin olvidar obviamente la destreza defensiva –no exenta de patadas dantescas si la situación requería- del Rapi o los caños absurdos del “Tata” Millanao, aquel equipo construyó con su propio esfuerzo la cancha que luego defendió con rigor y los éxitos que le dieron fama de imbatible.
Los rivales, algunos probados y con estupendos palmarés, caían irremediablemente en la cancha de Don Bosco. Ya por guarismos estrechos o goleadas pasmosas, los visitantes terminaban por inclinarse ante la superioridad manifiesta de los anfitriones. Nunca, en los años que duró la invulnerabilidad, hubo quien discutiera los pergaminos letales del Don Bosco.
Y nadie, claro, sospechó jamás de la tendencia terrenal que tanto usufructuó ese equipo para hacerse de su formidable racimo de victorias.
Tiempo después, acaso presionado por una conciencia que lo atormentaba o por simple despecho, su eterno arquero suplente de los días de gloria decidió revelar el secreto: “la cancha estaba inclinada para uno de los arcos” contó Efraín Pérez.
El predio en cuestión, según Pérez, poseía una leve inclinación hacia uno de sus arcos. Los locales, sabedores del asunto, siempre jugaban el primer tiempo aprovechando ese desnivel, lanzando atajes furiosos para extraer lo más preciado de una preparación física que más bien era escasa.
Una vez conseguida la desigualdad en el marcador, en las segundas apartes apelaban a los contragolpes, pertrechando a la mayoría de sus jugadores en función defensiva. Así las cosas, los rivales chocaban una y otra vez contra una muralla de conservadores zagueros, y sus propias limitaciones físicas que, como todos los equipos de la época, eran muchas.
Las más de las veces Don Bosco terminaba goleando mediante contras mortales.
Aun así, por esas cosas del fútbol, quiso el destino que una tarde los ataques resultaran infructuosos y, ya en el segundo tiempo, el rival los masacrara aprovechando la velocidad que la propia inclinación terrestre proveía.
Fue el Barrio Norte de los Natanael y Gerónico Mataco que acabó con el invicto mediante un 14 a 0 sorprendente que aun hoy se festeja en los lupanares del Presidente Perón, antes llamado bajo el simple simbolismo geográfico de Norte.
El cero del primer tiempo –contó Efraín- fue lapidario desde lo anímico: Don Bosco se sabía perdedor en una segunda parte cuesta arriba y sin aire para las piernas.
Uno tras otro, como mazazos, fueron llegando los goles hasta conformar ese 14, número lapidario y de connotaciones quiñeleras impensadas.
Ese resultado marcó el ocaso de una época en la que la ciudad era feliz detrás de una pelota… Además, claro, de ponerle fin a los años triunfantes del Legendario Don Bosco, que nunca más volvió a tener un récord baldío en derrotas.

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