jueves, 24 de diciembre de 2009

Fútbol pulpero

Bordeando la costa atlántica, al sur de Puerto Madryn, un grupete de pulperos ladinos supo instalarse en un paraje que después se conoció como Cerro Avanzado y protagonizó allí, al pié de las bardas y besando el mar, cruzadas inusitadas de un balompié rancio que ya no se practica.
Llegados de lugares recónditos, bebían de la copa del buen fútbol y supieron ganarse el respeto de los citadinos. Estos, en ocasiones extraordinarias, se presentaban con la dudosa excusa de practicar una pesca de concreción incierta y el sueño serio de plantearles el desafío futbolero.



Cuentan cañófilos ancianos que la localía de los pulperos permaneció por años inmaculada, imbatible, sostenida por una temible delantera, que fusilaba a los arqueros, y una defensa impermeable que, sin embargo, jamás hizo de la violencia un uso cotidiano para mantener su condición de inexpugnable
Pero por sobre todo, el armonioso despliegue de ese fútbol lírico e irrespetuoso que ya nadie practica estaba sustentado en su formidable línea media.
Belisario Tripailaf, Pedro Hilario Cuarteche y Atilio Dionisio Germinallac gozaban de una habilidad extrema que encantaba compañeros y frustraba rivales.
Conformaban un terceto de volantes maliciosos que tomaba el fútbol como un juego de gracia, y a cada finta imposible, o en cada caño para la sonroja, desataban risotadas estruendosas que terminaba por enfadar a los oponentes. .. Era natural para ellos.
Se distinguían por su juego y también por una fisonomía inequívoca: Tripailaf, que de ordinario se movía por derecha, jugaba con una gorra de marinero de pasado color blanco que no se quitaba ni aun en sus festejados goles. No excedía el metro sesenta y arrastraba una chuequera sesgada que lo bamboleaba en la carrera. Aun así, su empeine poseía una finura sin igual que le permitía pasar la pelota con precisión milimétrica. Más allá del medio campo, sus tiros libres eran patear y salir festejando. Nadie los atajaba.
Pedro Hilario Cuarteche, en tanto, era pródigo en el engaño. Poseía un amague inesperado que lapidaba defensas y por años se lo conoció simplemente como “el hombre de los caños arteros”. Por recio que fueran los zagueros no se volvían a Puerto Madryn sin haber sufrido la vergüenza única de ser superados con al menos un pase de la pelota entre sus piernas.
Germillac era, por último, el de las grandes apiladas y los arrastres interminables pero también, como suele ocurrir, el de los yerros imposibles. Era el jugador capaz de marrar frente al arco baldío después de engañar a todo el equipo rival. En principio recogía insultos pero, con el tiempo, ni propios ni extraños le reprochaban una conducta que se tornó natural y que, por lo demás, en él no provocaba más que risas aun ante la peor de las pifias. Las tuvo históricas.
Los pulperos de Cerro Avanzado comenzaron a jugar sus picados para matar los tiempos de las mareas altas pero su habilidad atrapó rápido a los foráneos que llegaban a esas cosas, en general con ínfulas de pescadores.
Con el tiempo su fama trascendió el litoral marítimo y se instaló en la región primero y la provincia después. Curiosos de los lugares más insólitos llegaban hasta la zona para verlos jugar.
La barda lindera a la cancha, improvisada hasta el hartazgo con arcos hilachentos hechos de matas vetustas, se colmaba de un público cosmopolita que gozaba de sus excentricidades, sus mareadas pletóricas y sus tacos audaces.
Los años de fruición se terminaron un invierno fatal. Hasta allí fue buscando pleitos el fiero Huentecoy, obtuso zaguero central con un historial de espanto en las canchas de la meseta.
Curtido en afrentas temerarias, Huentecoy representaba la antítesis del fútbol pulpero: descreía de los lujos y apostaba al malevaje a la hora de defender su área. No lo seducían ni los caños ni los sombreros. Y lo gobernaba una fobia insólita hacia los habilidosos.
Siete minutos duró el desafío que su equipo plantó en Cerro Avanzado. El tiempo necesario para que Cuarteche le plantara un caño oblicuo y éste reaccionara con un patadón memorable. Rojo de ira, dio media vuelta sobre sí mismo y como una guadaña sacó en toda su extensión la pierna derecha para talar al pulpero a la altura de las rodillas…
Fue el final.
Cuarteche no volvió a caminar sin ayuda de un bastón y dicen que, atormentados por la tristeza, también Germillac y Tripailaf decidieron un retiro urgente.

Cuando hoy se llega a las costas de Cerro Avanzado ni siquiera se pueden ver los arcos. Desaparecieron con la magia de aquellos pulperos ladinos que, con ellos, se llevaron ese fútbol que ya no se practica que aunque salobre, tenía el sabor de los placeres.

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