miércoles, 9 de diciembre de 2009

Pacto en el averno

A fines del siglo pasado circuló una leyenda improbable por el valle inferior del río Chubut, llena de entretelones que invitaban al asombro y ribetes inconmensurables.
Daba cuenta del paso inexplicable de un jugador único, extraordinario, por las canchas del Asilo de Ancianos, un reducto futbolero ubicado en el extremo sur de Trelew que supo ver en su génesis a toda un abanico de exponentes del balompié: desde geniales gambeteadores hasta oscuros marcapuntas.



El predio en cuestión guardaba características que lo hacían único: rodeado de un matorral impropio, generaba en los ocasionales jugadores la sensación de estar rodeados por una tribuna de verdes fanáticos que, además, actuaban de sujeción para los vientos helados en los campeonatos de invierno.
Dependiendo del día de la semana, allí se juntaban obreros en descanso, desocupados en pena y pillos escapados de sus tareas escolares; y se desarrollaban partidos de historia, batallas encarnizadas plenas de jugadas épicas que luego trascendían los comentarios del reducto en cuestión para transformarse en mitos, uno de los cuales se convirtió en la leyenda de Isaías Huenchur, “El Trapero”.
En sus inicios, no bien se plantaron los arcos, ese campo de juego fue cuna de amistosos banales, pero al tiempo que su piso infame de tierra renegrida fue compactándose, y los jugadores aumentaron en número, surgieron campeonatos estupendos de los que aun hoy se habla.
En el inicio de uno de ellos fue que surgió con toda su magnificencia la figura de Huenchur; y lo hizo desde el arranque mismo de la justa.
Su presencia repentina, además, salvó de perder los puntos al team de Barrio Sur, que no completaba el mínimo de ocho jugadores para presentarse ante Planta de Gas aquella primera fecha del olvidable torneo.
Dicen que esa tarde hasta los árboles detuvieron su oscilar constante para verlo jugar. “El Trapero” resultó poseer una endiablada relación con la pelota y por su genio y figura, pese a jugar con tres hombres menos todo el partido, los sureños se alzaron con una victoria inusitada que fue festejada durante varios días en toda la barriada.
Ese día Huenchur repartió caños, sombreros y fintas admirables. Desde su diminuta figura, incluso, metió dos goles de cabeza. Pateó los tiros libres, sacó los laterales y ejecutó los corners. Trocó por gol con un magnífico shutte el único penal con el que su equipo se vio favorecido y, como si fuera poco, por dos veces salvó la caída de su propia valla con intervenciones milagrosas en la mismísima línea de sentencia.
Los presentes, que se contaban con los dedos de una mano si se excluye a los propios jugadores, presenciaron incrédulos cómo una figura que más parecía un liliputiense que un jugador de fútbol, desparramaba rivales con naturalidad genial y hacía de las gambetas complicadas un acto sencillo.
Bajo al extremo, de chuequera insistente y cabello mínimo, Isaías tenía si la elegancia que al caminar tienen los hombres cumbre.
Durante toda una temporada desplegó su juego único, su gambeta urgente, su pegada inverosímil, exacta, y sus corridas desafiantes.
Y mientras ello ocurría las multitudes se agolpaban detrás de las líneas de cal para no perderse sus genialidades.
Dicen que la turba bajaba enloquecida de los altos de la ciudad cuando los sábados por la tarde se presentaba Barrio Sur con “El Trapero” como estandarte.
Sin embargo, cuando el campeonato estaba en su punto de mayor éxtasis, enfrascado en una definición que -nadie dudaba- favorecería a su equipo, Isaías Huenchur desapareció como había llegado y nunca más se supo de él.
Mucho se especuló con su ausencia, pero lo más probable es que la leyenda que se tejió después sea dramáticamente cierta.
“El Trapero” era en realidad un obtuso defensor de los laterales, que se había ganado ese apodo a fuerza de patadas criminales y marcaciones canallescas. Cansado de ver de lejos los arcos rivales, curioso de saber cómo era el fútbol más allá de la mitad de la cancha y, sobre todo, harto de insultos ajenos, pactó con mismísimo Diablo su cambio de condición futbolera.
Vendió su alma por un par de partidos, tal el contrato orinal.
No obstante ello, dicen que el mismo Satanás se entusiasmó con sus gambetas y lo dejó jugar casi todo el campeonato. Pero cuando la cosa estaba en lo mejor, porque Satán así dispone, le cortó el embrujo y se terminó la magia.
Comentan que cuando los zagueros groseros y los half ladinos se juntan en el averno, se desconsuelan con un marcapunta calvo y obeso que no para de llorar y jura haber sido el mejor de los mejores.
Recuperada la figura que tenía antes del pacto infernal, Isaías Huenchur hubiera deseado no haber jugado nunca aquellos partidos en la cancha del Asilo de Ancianos.

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